31 de diciembre de 2007

Egotrip de alfa a omega



A veces todo cambia para seguir igual. Y todavía ignoro cuán profundo me habrá marcado el remolino de cambios que ha supuesto este año. Pero es innegable que sin ser distinto, tampoco soy ya el mismo. Han sido doces meses agitados e inesperados, aunque la repentina necesidad de cambio no fuera al fin y al cabo tan sorprendente. Por edad, por biografía, por lo que en el fondo siempre ha indicado el inestable juego de deseos e ilusiones que conforma mi particular visión de la vida.



He mostrado muchas caras distintas, lo mejor y lo peor de la amalgama de sueños y contradicciones con las que duermo y despierto cada mañana. He dejado todo atrás y he tomado decisiones decisiones decisiones. Me lancé a la aventura y permití que mi corazón fuera la guía. Y 2007 acaba con aroma a final de etapa.



Aún me resta un mes de viaje, pero el que inicié en New York finaliza estos días en Buenos Aires, capitales distantes del mismo continente explorado, alfa y omega, principio y fin.



Ciudades que he vivido teñidas de melancolía, con días de calor y días de frío. Instantes de éxtasis y dolor, de soledad y revelaciones. Padaleando la borrachera de estar vivo, sumando amistades que se antojan lejanas pero intensas. NY y BAs, escenarios para elecciones vitales, anti-depresivo ideal cuando se sienten con pasión y seguridad inusitadas.



En el camino surgieron escalas, que tan sólo se adivinaban como sugerente parada y fonda en el mapa. Pero Costa Rica y Perú me aportarían experiencia de vida en estado puro, menores comodidades y mayores recompensas, recuerdos que alimentan el fuego de lo vivido como algo único e irrepetible.



Una ráfaga de caras, lugares y emociones que me colman de amor por lo que me rodea.



La sensación que todo viajero sabe genera conocer países alejados de las costumbres de nuestra era, palpar e interactuar con un estado distinto de nuestra propia sociedad, observando las distintas capas del paso del tiempo, el pasado de tu propia tierra y el futuro de la que pisas como en un envolvente diorama viviente.



No olvido San Francisco, otra escala técnica que me permitía conocer más al “amigo americano” y se acabo colando entre mis rincones favoritos del mundo. Además de avivar el interés por México y otros espacios de Centroamérica. Una curiosidad por lo desconocido a la que nunca podré poner fin. Pero que abarca muchas otras cuestiones más allá del viaje físico y por eso este viaje acaba aquí.



Se acerca el momento de seguir caminando sin moverme del sitio, más concentrado en dónde piso y lo que hago. De una u otra forma, los nuevos lugares, culturas y experiencias no dejarán de surgir en el camino. Ahora debo mantener viva la llama en esta carrera cuya meta es un fin abrupto para el que debemos estar preparados cada día. Desnudándonos paulatinamente de los filtros que separan lo que somos de lo que sentimos. El mismo y diferente.



Feliz año nuevo. Os quiero.

29 de diciembre de 2007

Con sabor a Lima

Dos setmanes per Xè!!! Y no es broma ni inocentada, aunque a nosotros nos parezca mentira que tan lejos pueda estar por fin tan cerca. Fins aviat dolça.



Y cierro el flashback peruano con la visita a Lima, la capital por la que tan poco interés tenia. No me la habían pintado muy apetecible pero tenía allí una larga escala que aprovechar antes de volar hacia Buenos Aires.

A la salida del aeropuerto una manifestación contra el “peaje ilegal” corta la autopista. El peaje es sólo una de la larga serie de privatizaciones recientes ocurridas en Peru, ha caido en manos argentinas y ha cuadriplicado su precio en cuestión de pocos meses. Las concentraciones por diversas quejas contra el Gobierno colapsan a menudo la ciudad y, tras numerosas protestas contra el peaje en cuestión, el Congreso ha anulado su pago, aunque sigue cobrándose.



El taxista, que me tima en la tarifa tanto como consigue negociar conmigo, me advierte sobre los peligros de la ciudad, incluyendo ladronas que esconden anéstesico en la bebida o en sus propios cuellos ofreciéndolos al incauto que pretenden desplumar. También sugiere confinarme al barrio turístico-comercial de Miraflores, incluyendo el más reciente “orgullo” de Lima: un centro comercial en el acantilado que sirve de antesala a la playa. Insisto en ir al barrio bohemio de Barranco, recomendado por la pareja galego-asturiana de Aguas Calientes.



Allí desciendo, junto al Puente de los Suspiros, donde se reúnen los enamorados incluso a esa temprana hora de la mañana. Desayuno en uno de los bares ubicados en el barranco que da nombre al barrio, una rambla al mar entre apartamentos, antiguas casas señoriales, y una antigua ermita la mitad de la cuál se encuentra en proceso de descomposición con el techo habitado por los pájaros que sobrevuelan el aire como si fueran negros buitres.



Muy cerca, en la entrada al viejo funicular ya en desuso descubro una exposición conmemorativa de la revista satírica “Monos y monadas”. Se trata de un precursor de “El Jueves”, fundado ya en 1905 y que sufrió sanciones, censuras, requisas y clausuras durante su dilatada historia sin dejar por ello de parodiar a la cupula política, militar o religiosa, tratando desde los conflictos territoriales con Chile hasta los tiempos del expresidente Fujimori y el terrorismo de Sendero Luminoso.



Callejeo entre las antiguas casonas que un día ocupara la aristocracia peruana y que hoy se desmenuzan descascarilladas, aunque en la zona no falta algún apartamento de lujo y germinan galerías de arte y tiendas de muebles de diseño.



Un barrio bañado por el fresco aroma del mar y las flores con numerosos detalles que lo certifican como territorio de artistas y amantes de la cultura. Aunque sea bajo un manto de gris decadencia, que dudo tenga relación con el día nuboso.









Entro a comer en Rafo, un precioso restaurante, en cuya caótica decoración caben antiguedades, fotos familiares del propietario e imágenes de los Beatles o Marilyn Monroe. Degusto un bistec soberbio con plátano frito y otras lindezas, junto a una bebida típica de frambuesa. Me queda poco tiempo en Lima así que decido pedir consejo en cocina sobre si definitivamente obviar Miraflores y dirigirme tan sólo al centro histórico colonial. Me sugieren la mejor ruta, pero tras vaciar dos botellas de pisco, compartir historias y muchas risas con los tres individuos de la foto, se me hace tarde y debo salir sin demora hacia el aeropuerto.



Tras realizar el check-in, oigo que urgen mi presencia por megafonía, me apresuro a pagar las tasas de salida (concepto que ya he aprendido desde que salí de Costa Rica) pero no me llegan los soles, así que busco a la carrera un cajero donde sacar dólares. Cumplo el trámite y tras pasar “los rayos x”, a un miembro de seguridad se le ocurre que siendo el que más prisa lleva debo pasar un control extra del que no saca más en claro que mi amonestación por cumplir con su trabajo tan inoportunamente. Corro a la puerta de mi vuelo y todo ha sido falsa alarma. Debía haber otro Carlos Vela en el aeropuerto, qué sugerente. Mientras espero el vuelo que me trae a Argentina, pienso que no puedo decir que haya conocido la ciudad visitando un sólo barrio. Sin embargo, siento que en unas horas he aprendido mucho más sobre el país que abandono.

26 de diciembre de 2007

Ascensión

La religión sabéis que me la trae al pairo, pero como la tradición tiene lo suyo, os deseo igualmente una muy FELIZ NAVIDAD!!!



Y tras celebrarlo con la decoración navideña bonaerense (la lucecita blanca no es una bombilla, si no la luna porteña!), llegó el momento que algunos demandábais y escalar también aquí el Machu Picchu!



Flashback al 4 de diciembre. 3,45 de la mañana. Suena el despertador que me ha cedido el sosias de Tapón. He dormido cuatro horas y salgo temprano con la intención de evitar las hordas de turistas que llegarán a la ciudadela en los buses que empiezan a cargarlos poco antes de las 6 de la mañana. Cruzo el pueblo prácticamente desierto en la oscuridad de las 4,30 h.



Se me acerca un perro más delgado que yo mismo (sabía que las fotos de Costa Rica causarían revuelo respecto a mi forma física, pero así es la vida del traveller amigos!). El animal me sigue mientras cruzo las vías y abandono Aguas Calientes por una senda que baja junto al río hasta Puente Ruinas. En el momento de atravesarlo el perro duda si venir conmigo y para su alegría le animo a seguirme. Agradezco la compañía en estas lides a las que no estoy acostumbrado. Quien me conoce sabe que cuando se trata de descubrir nuevos espacios camino sin descanso con la energía que me proporciona la curiosidad por descubrir algo distinto. También me da por hacer el cabra sobre las rocas siempre que estoy rodeado de naturaleza, supongo que por la joie de vivre. Pero, aunque los años me han cambiado bastante al respecto, definitivamente no soy un amante del deporte, ni un atleta entrenado para adorar las salidas de trekking. Y ahí estaba el reto.



Llego a la falda de la montaña frente a la sinuosa carretera que usan los buses. En el centro, unos escalones de piedra se encaraman en zig zag atajando a través de la vegetación.



Soroche abre camino y me anima cada vez que giro un tramo y lo diviso en lo alto del siguiente mirándome con la lengua fuera. Cada vez que recupero el resuello le llamo con insistencia Soroche (“mal de altura”) hasta que comienza a detenerse y mirarme cuando oye que lo pronuncio metros de pronunciado desnivel más abajo.



Clavo bastón y subo dos piedras, bastón piedra y tronco, bastón y dos escalones. Y a hora y poco de mi salida llego a las puertas del recinto de la ciudadela... justo al tiempo que el primer autocar con los turistas menos apegados a las sábanas. A la puerta me recupero del esfuerzo sentado en los escalones de entrada entre una veintena de caminantes que también han llegado a pie. La taquilla está cerrada todavía. Comparto con Soroche unos lonchas de jamón dulce y él se pierde por los alrededores, quizá consciente de que no le permiten entrar a las ruinas. Llega un segundo autocar y por fin abren el acceso. Debo abandonar también aquí mi bastón. Los visitantes debemos acatar un montón de normas a veces estúpidas con tal de salvaguardar el conjunto arqueológico de los turistas sin escrúpulos que en pocas horas lo anegaran en organizadas manadas con guías gritones: "no entrar comida, agua sólo en cantimplora, no suba a las ruinas, no se quite el calzado, no se estire sólo puede estar sentado..." Y pese a todo, algún cerdo deja alguna botella de plástico vacía entre las piedras milenarias, incluso me cuentan haber visto pilas. Y la mayoría nos las arreglamos para entrar algo de comida con la que poder seguir camino.



La ciudadela inca que honraba a Inti (el sol) se me aparece por vez primera entre la densa bruma matinal. Le echo una larga mirada lleno del gozo que me produce ser de los primeros en pisar hoy el lugar. Pero aprovechando que el sol aún luce bajo, decido seguir ascendiendo. Primero sigo una senda que al rato descubriré es el camino del Intipuku, la entrada a la ciudadela de los verdaderos senderistas que en su mayoría han seguido durante varios días el Inka Trail. Sin embargo, ninguno de ellos llegará tan alto como yo esta jornada. Porque entonces desciendo hasta el anterior desvío en el camino. Entre la niebla adivino una señal que marca la vía al pico del Machu Picchu. La verdadera “Montaña Vieja” frente a la que se asienta la mítica ciudadela que toma su nombre. No se trata de la que suele aparecer en las fotos (aquí abajo y en la primera de todas), el Wayna Picchu, con su estético Templo de la Luna, en lo alto de un ascenso que dicen es de auténtico vértigo.



Si no que comienzo a ascender el auténtico Machu Picchu, 2.850 metros que se alzan sobre el resto de montañas cercanas.



El camino de pétreos escalones tiene un desnivel nunca menor al 75%. Mientras subo, me cruzo con una pareja de suizas que conocí en el tren y con un francés recién arribado por la senda del Inka Trail y con cuatro días de caminata a sus espaldas. Todos desisten. La niebla les hace dudar que desde allí pueda divisarse la ciudadela o que simplemente valga la pena seguir subiendo. Yo sigo adelante. Paso a paso, tratando de mantener un buen ritmo de respiración, tragando más pastillas contra el mal de altura como la que acompañó la chocolatina que me sirvió de desayuno, parándome a jadear y contemplar el paisaje de picos verdes que surgen y desaparecen entre las nubes. Donde nacen las montañas, kilómetros de verticalidad abajo veo el camino junto al río por el que salí de Aguas Calientes.



Sigo adelante, un pie detrás del otro, entre la vegetación rociada de la mañana. Llego a un recodo desde el que veo aparecer la ciudadela a mis pies, más lejana de lo que pudiera imaginar. Es un logro.



Agotado me siento sobre los pétreos escalones. Sonrío y recupero energía con unos bocadillos que afortunadamente he colado en el recinto.



Descanso y miro arriba. La bruma se ha retirado casi por completo y se adivina la cima unas decenas de metros más arriba. Reinicio el camino con determinación, venciendo a menudo al vértigo que nunca me abandona.



A tres horas de las ruinas, me encuentro a pleno sol ante un pasillo natural que lleva directo al punto más alto.



A lado y lado, los verdes y profundos valles se deslizan desde las montañas cercanas que los acordonan a mi alrededor. A la izquierda, el río, la línea férrea y la hidroeléctrica. A la derecha, metros más abajo, el Wayna Picchu y a sus pies la planta de la ciudadela inca recortada como en una maqueta. Respiro hondo, miro alrededor y sonrío desde la cima. No puedo expresar con palabras mi satisfacción personal en aquel momento. Ni olvidaré jamás la sensación de ser capaz de cumplir todo lo que me proponga. Es en todos los sentidos el punto álgido del viaje.



Cuando me agacho a hacer unas fotos de las ruinas, aparece una pareja francesa que no había visto en todo el ascenso. Seguramente iniciaron la senda bastantes minutos más tarde, pero supongo no han realizado tantas paradas para recuperar el resuello. Mayores que yo, Sylvia e Ivan, son unos auténticos aventureros y una pareja encantadora, que además sabe español. Hablamos de mi viaje, y de otros lugares que he conocido: Laponia, Marruecos... Me desvelan sus otras gestas senderistas entre fronteras de países sudamericanos, entre terrenos supuestamente minados que evitaron siguiendo la vía del tren, entre agentes de aduanas malcarados y entre buses que aparecen milagrosamente perdidos en la nada. Comentan su largo trayecto por Perú y me cuentan como tratando de explicar a un lugareño el porqué de la noche y el día se percataron de que prefería no entender que la Tierra fuera redonda para no tener que poner también en duda sus creencias religiosas. “El sol sale porque Dios así lo quiere” (y no me infles la cabeza).



Coincidimos en la necesidad de viajar y conocer otros lugares para obtener mejor perspectiva de la vida en si misma. Discutimos la manera de arreglar el mundo y comemos en la cima del mismo. Hora y media más tarde, iniciamos el descenso con el orgullo de ser los únicos que hoy pisarán la cima del Machu Picchu y habrán disfrutado del cálido abrazo de los Andes.



Cuando casi de vuelta en la ciudadela, nos cruzamos con unos alegres y barrigudos norteamericanos que pretenden subir a pleno sol, les hacemos saber la distancia real que pretenden recorrer. A los diez minutos los veremos de nuevo entre las ruinas. Me despido de los galos con un abrazo. Recorro el impresionante conjunto arqueológico, maravillado por su presencia y significado, pero sin comparación con la felicidad que he sentido allá arriba.



Veo a turistas con los que no me identifico en absoluto, a un grupo de niños scout posando en grupo y me cruzo varias veces con el mismo grupo de adolescentes de visita con el instituto.



Un escuadrón femenino de los estudiantes insiste repetidamente para hacerse fotos conmigo. De vuelta en Aguas Calientes encuentro a Jens y Uli tomando una cerveza, me uno a ellos y me descubren que también han sido acosados fotográficamente. Deducimos que los altos, pálidos y rubios europeos ganamos aquí una belleza exótica.



Finalizo la jornada en las termas que dan nombre al pueblo. Me encuentro allí con dos parejas originarias de la piel de toro. Así, dos vascos, una galega y un asturiano, más su seguro servidor catalán nos apropiamos de una de las piscinas de agua caliente. Cuando al relax acuático se une un centroamericano y pregunta si somos todos españoles contestamos que sí, “de las provincias rebeldes”.

Aquella noche, mientras llevo a todos a comer en unos puestecitos que localicé cerca del río, los mosquitos se dan un festín en mis cansadas piernas y sus marcas tardarán semanas en desaparecer. La impresión de esta etapa del viaje no se desvanecerá nunca.

24 de diciembre de 2007

El Valle Sagrado

Entre el 3 y el 5 de diciembre me interno en el antiguo valle sagrado de los incas, que albergó el centro de su imperio y hoy acumula numerosos restos arqueológicos, el más impresionante de los cuales es la ciudadela de Machu Picchu, una visita simbólica que merecerá entrada aparte.



Parto al norte de Cusco. Viajan en el bus repleto otros dos europeos, Jens y Uli, de Hamburgo. El segundo aprendió español en Sevilla: “Lo bueno del acento andaluz es que lo puedes pronunciar igual borracho”, bromea. Comentamos el reciente accidente de un autocar de dos pisos que se salió de la carretera en una escarpada sierra. Los muertos no llegaron a la decena, lo que no es mal saldo para un vehículo de esas dimensiones. Tampoco era el primer accidente del mes.



Los alemanes siguen ruta mientras yo hago una primera parada en el pueblo de Chinchero y visito sus ruinas incas y antiguos edificios coloniales, incluyendo una iglesia, con frescos interiores impresionantemente bien conservados en el techo de madera. En teoría no pueden fotografiarse, pero tras pagar 40 soles de boleto turistico (con acceso a otras ruinas distantes que nunca visitaré), me saltó las reglas (salio oscura, claro).



Paseo bajo el sol de mediodía, único forastero en la localidad, junto a las casas de adobe. Un campesino me explica que las figuritas que adornan los tejados se colocan para bendecir la casa cuando es construida. Tres encantadoras niñas llegan corriendo para saludarme. Un niño se queda mirándome y yo lo fotografío. Curiosidad mutua.



Entro a comer en un parador frente a la carretera. Me han dicho que el menú cuesta 2,50 soles, pero las encargadas que pelan patatas a la entrada me aseguran que se ha acabado. Y un bistec cuesta 13 soles.



Les doy las gracias y anuncio que me voy al parador de enfrente. De repente vuelve a haber menú. Rica comida de campo, con algunas de esas verduras que yo no suelo comer, pero que dadas las circunstancias degusto igualmente (bueno, parte de ellas, ejem).




Paro el siguiente bus a Urubamba, centro del turísmo de aventura de la región. Soy el único rostro pálido. Me siento al fondo junto a una vieja quechua que dormita bajo su sombrero frente a las preciosas vistas: campos arados formando hermosas ondulaciones, campesinos que los trabajan, montes verdes y "nevados" como el Verónica en la cordillera de los Andes.



Desde Urubamba, ya oscuro, tomo el “colectivo”, una furgoneta con 16 personas más (algún niño y varios indios locales) hasta Ollantaytambo (Ollantay para los amigos), donde compró un bastón de trekking, tallado en una rama, pintado de negro y decorado con motivos incas. Lo agradeceré al día siguiente en la primera hora de ascenso al Machu Picchu, antes de perderlo también para siempre. Me acerco a la estación donde me reencuentro con los germanos entre los "travellers" que tomamos el tren “backpacker” (el “barato” de unos trenes que sólo se pagan en dólares con precios en consonancia). A mi lado se sienta un jovencísimo abogado español que ante la posibilidad de pasar años en un bufete picando piedra prefirió marcharse a Miami con la ayuda de una beca. Y aunque la localidad más cubana de EE UU le produce la misma sensación de decorado cartón piedra que a mí (cuando estuve hace años para entrevistar a Enrique Iglesias... jejeje), él aprovecha su excelente situación geográfica para realizar repetidos viajes por Sudamérica. Convencido como yo mismo de que merece la pena tomar riesgos en la vida, antes que estancarse en un anodino “lo de siempre”.



Llegamos a Aguas Calientes, el pueblo más cercano a Machu Picchu. Ante la multitud de ofertas de alojamiento, dejo que un adolescente quechua con gorra de béisbol (me recuerda a Tapón, el chino del segundo Indiana Jones) me lleve hasta su hostalucho barato. No necesitaré más.



A la vuelta de Machu Picchu hago buenas migas con una pareja brasileña y el hermano de él. Viven en una pequeña ciudad cercana a Sao Paulo donde regentan un estudio de tatuajes, y de vez en cuando viajan por Sudamérica acudiendo a encuentros de tatuadores. Intercambiamos señas y ofertas de alojamiento.

Llegados de nuevo a Ollantay no tengo prisa por marcharme, son las 7 de la mañana y me siento a tomar un mate de coca en un puestecillo callejero. Conmigo, los niños de un colegio y sus profesores que hoy viajan a las ruinas míticas. A la maestra que tengo al lado le hacen una foto con el que llaman su “novio”, es decir yo. Pido otra imagen con el grupo al completo.



Miro las ruinas del antiguo poblado desde el exterior del recinto y me traslado en un taxi, compartido primero con una familia y luego con una anciana, hasta Urubamba. Allí negocio la tarifa por llevarme a visitar dos asentamientos cercanos. De camino con el taxista, más joven que yo aunque no lo parezca, charlamos de la vida en Europa, de los costes de la vida, de la política exterior de EE UU y de los países que deben tener mayor poder armamentístico (un tema que le interesa). Llegamos a Moray, un conjunto de depresiones en el terreno que los incas aprovecharon para construir una serie de terrazas en forma de círculos concéntricos.



Jon, así se llama mi conductor, ejerce de guía y me explica curiosidades de la zona. Como sabía, los círculos formaban distintos microclimas donde se cultivaban hortalizas traídas de puntas distantes del antiguo imperio. Pero me descubre como al terminar la cosecha las gradas también se usaban al estilo romano para reuniones de la jerarquía inca y para celebraciones de comunión con la madre tierra.



Descubro los cuatro conjuntos de círculos cercanos y saltando de piedra en piedra acabo descendiendo unos 30 metros hasta el centro exacto del mayor de ellos (servidor es el puntito enmedio de la foto de encima). Aún es pronto y estoy solo allá abajo, miro al cielo y grito el nombre de Pachamama.



De camino bajamos con nosotros a una campesina que visitaba a la comunidad quechua a las afueras de Moray. Jamás ha viajado fuera del valle. Tras dejarla en el pueblo de adobe de Maras, nos perdemos por una carretera de tierra, entre pastos y montañas.



El taxista me explica que las siglas y números que veo tallados en algunas montañas los despojan de vegetación los niños cuando su colegio cumple el primer aniversario y por una noche los cubren de antorchas.



Comentando el sistema inca de terrazas cultivables, Jon teoriza, sin asomo de ironía, que fue una civilización que debió tener sorprendentes poderes, "hablaban a las piedras y les ordenaban que se movieran”. No encuentra otra explicación a su traslado hasta ciertos lugares. Opto por callarme y pienso en los escalones de piedra que llegan hasta la mismísima cima del Machu Picchu.



Llegamos a las salinas de Maras, otra apasionante obra de ingeniería inca, que aprovecha una fuente natural de agua salada con un intrincado sistema de regadío que llena centenares de bañeras excavadas en la tierra. Hace pocos meses, a pleno sol, brillaban inmaculadamente. Ahora cayó sobre ellas el primer aguacero de lluvia, según me ilustraba la campesina que recogimos, pero no han perdido su espectacularidad estética.



Me cruzo por segunda vez esta mañana con el mismo mochilero con sombrero de cowboy. Hablamos en inglés y al rato me entero de que es suizo. Nuestra amada Babel europea nos fuerza a entendernos con un idioma que no nos pertenece.

Aquí os dejo un video para que véais la inmensidad de las salinas de Maras. Al final aparecen Jon y un niño que extrae cuarzo de la montaña para venderlo a turistas en la carretera.



De nuevo en Urubamba, regreso a Cusco en un taxi colectivo junto a un matrimonio y su amigo de Cusco, todos de educada burguesía. Cuando a medio camino, sube un quinto pasajero al maletero, tan sólo ellos se sorprenden.