26 de diciembre de 2007

Ascensión

La religión sabéis que me la trae al pairo, pero como la tradición tiene lo suyo, os deseo igualmente una muy FELIZ NAVIDAD!!!



Y tras celebrarlo con la decoración navideña bonaerense (la lucecita blanca no es una bombilla, si no la luna porteña!), llegó el momento que algunos demandábais y escalar también aquí el Machu Picchu!



Flashback al 4 de diciembre. 3,45 de la mañana. Suena el despertador que me ha cedido el sosias de Tapón. He dormido cuatro horas y salgo temprano con la intención de evitar las hordas de turistas que llegarán a la ciudadela en los buses que empiezan a cargarlos poco antes de las 6 de la mañana. Cruzo el pueblo prácticamente desierto en la oscuridad de las 4,30 h.



Se me acerca un perro más delgado que yo mismo (sabía que las fotos de Costa Rica causarían revuelo respecto a mi forma física, pero así es la vida del traveller amigos!). El animal me sigue mientras cruzo las vías y abandono Aguas Calientes por una senda que baja junto al río hasta Puente Ruinas. En el momento de atravesarlo el perro duda si venir conmigo y para su alegría le animo a seguirme. Agradezco la compañía en estas lides a las que no estoy acostumbrado. Quien me conoce sabe que cuando se trata de descubrir nuevos espacios camino sin descanso con la energía que me proporciona la curiosidad por descubrir algo distinto. También me da por hacer el cabra sobre las rocas siempre que estoy rodeado de naturaleza, supongo que por la joie de vivre. Pero, aunque los años me han cambiado bastante al respecto, definitivamente no soy un amante del deporte, ni un atleta entrenado para adorar las salidas de trekking. Y ahí estaba el reto.



Llego a la falda de la montaña frente a la sinuosa carretera que usan los buses. En el centro, unos escalones de piedra se encaraman en zig zag atajando a través de la vegetación.



Soroche abre camino y me anima cada vez que giro un tramo y lo diviso en lo alto del siguiente mirándome con la lengua fuera. Cada vez que recupero el resuello le llamo con insistencia Soroche (“mal de altura”) hasta que comienza a detenerse y mirarme cuando oye que lo pronuncio metros de pronunciado desnivel más abajo.



Clavo bastón y subo dos piedras, bastón piedra y tronco, bastón y dos escalones. Y a hora y poco de mi salida llego a las puertas del recinto de la ciudadela... justo al tiempo que el primer autocar con los turistas menos apegados a las sábanas. A la puerta me recupero del esfuerzo sentado en los escalones de entrada entre una veintena de caminantes que también han llegado a pie. La taquilla está cerrada todavía. Comparto con Soroche unos lonchas de jamón dulce y él se pierde por los alrededores, quizá consciente de que no le permiten entrar a las ruinas. Llega un segundo autocar y por fin abren el acceso. Debo abandonar también aquí mi bastón. Los visitantes debemos acatar un montón de normas a veces estúpidas con tal de salvaguardar el conjunto arqueológico de los turistas sin escrúpulos que en pocas horas lo anegaran en organizadas manadas con guías gritones: "no entrar comida, agua sólo en cantimplora, no suba a las ruinas, no se quite el calzado, no se estire sólo puede estar sentado..." Y pese a todo, algún cerdo deja alguna botella de plástico vacía entre las piedras milenarias, incluso me cuentan haber visto pilas. Y la mayoría nos las arreglamos para entrar algo de comida con la que poder seguir camino.



La ciudadela inca que honraba a Inti (el sol) se me aparece por vez primera entre la densa bruma matinal. Le echo una larga mirada lleno del gozo que me produce ser de los primeros en pisar hoy el lugar. Pero aprovechando que el sol aún luce bajo, decido seguir ascendiendo. Primero sigo una senda que al rato descubriré es el camino del Intipuku, la entrada a la ciudadela de los verdaderos senderistas que en su mayoría han seguido durante varios días el Inka Trail. Sin embargo, ninguno de ellos llegará tan alto como yo esta jornada. Porque entonces desciendo hasta el anterior desvío en el camino. Entre la niebla adivino una señal que marca la vía al pico del Machu Picchu. La verdadera “Montaña Vieja” frente a la que se asienta la mítica ciudadela que toma su nombre. No se trata de la que suele aparecer en las fotos (aquí abajo y en la primera de todas), el Wayna Picchu, con su estético Templo de la Luna, en lo alto de un ascenso que dicen es de auténtico vértigo.



Si no que comienzo a ascender el auténtico Machu Picchu, 2.850 metros que se alzan sobre el resto de montañas cercanas.



El camino de pétreos escalones tiene un desnivel nunca menor al 75%. Mientras subo, me cruzo con una pareja de suizas que conocí en el tren y con un francés recién arribado por la senda del Inka Trail y con cuatro días de caminata a sus espaldas. Todos desisten. La niebla les hace dudar que desde allí pueda divisarse la ciudadela o que simplemente valga la pena seguir subiendo. Yo sigo adelante. Paso a paso, tratando de mantener un buen ritmo de respiración, tragando más pastillas contra el mal de altura como la que acompañó la chocolatina que me sirvió de desayuno, parándome a jadear y contemplar el paisaje de picos verdes que surgen y desaparecen entre las nubes. Donde nacen las montañas, kilómetros de verticalidad abajo veo el camino junto al río por el que salí de Aguas Calientes.



Sigo adelante, un pie detrás del otro, entre la vegetación rociada de la mañana. Llego a un recodo desde el que veo aparecer la ciudadela a mis pies, más lejana de lo que pudiera imaginar. Es un logro.



Agotado me siento sobre los pétreos escalones. Sonrío y recupero energía con unos bocadillos que afortunadamente he colado en el recinto.



Descanso y miro arriba. La bruma se ha retirado casi por completo y se adivina la cima unas decenas de metros más arriba. Reinicio el camino con determinación, venciendo a menudo al vértigo que nunca me abandona.



A tres horas de las ruinas, me encuentro a pleno sol ante un pasillo natural que lleva directo al punto más alto.



A lado y lado, los verdes y profundos valles se deslizan desde las montañas cercanas que los acordonan a mi alrededor. A la izquierda, el río, la línea férrea y la hidroeléctrica. A la derecha, metros más abajo, el Wayna Picchu y a sus pies la planta de la ciudadela inca recortada como en una maqueta. Respiro hondo, miro alrededor y sonrío desde la cima. No puedo expresar con palabras mi satisfacción personal en aquel momento. Ni olvidaré jamás la sensación de ser capaz de cumplir todo lo que me proponga. Es en todos los sentidos el punto álgido del viaje.



Cuando me agacho a hacer unas fotos de las ruinas, aparece una pareja francesa que no había visto en todo el ascenso. Seguramente iniciaron la senda bastantes minutos más tarde, pero supongo no han realizado tantas paradas para recuperar el resuello. Mayores que yo, Sylvia e Ivan, son unos auténticos aventureros y una pareja encantadora, que además sabe español. Hablamos de mi viaje, y de otros lugares que he conocido: Laponia, Marruecos... Me desvelan sus otras gestas senderistas entre fronteras de países sudamericanos, entre terrenos supuestamente minados que evitaron siguiendo la vía del tren, entre agentes de aduanas malcarados y entre buses que aparecen milagrosamente perdidos en la nada. Comentan su largo trayecto por Perú y me cuentan como tratando de explicar a un lugareño el porqué de la noche y el día se percataron de que prefería no entender que la Tierra fuera redonda para no tener que poner también en duda sus creencias religiosas. “El sol sale porque Dios así lo quiere” (y no me infles la cabeza).



Coincidimos en la necesidad de viajar y conocer otros lugares para obtener mejor perspectiva de la vida en si misma. Discutimos la manera de arreglar el mundo y comemos en la cima del mismo. Hora y media más tarde, iniciamos el descenso con el orgullo de ser los únicos que hoy pisarán la cima del Machu Picchu y habrán disfrutado del cálido abrazo de los Andes.



Cuando casi de vuelta en la ciudadela, nos cruzamos con unos alegres y barrigudos norteamericanos que pretenden subir a pleno sol, les hacemos saber la distancia real que pretenden recorrer. A los diez minutos los veremos de nuevo entre las ruinas. Me despido de los galos con un abrazo. Recorro el impresionante conjunto arqueológico, maravillado por su presencia y significado, pero sin comparación con la felicidad que he sentido allá arriba.



Veo a turistas con los que no me identifico en absoluto, a un grupo de niños scout posando en grupo y me cruzo varias veces con el mismo grupo de adolescentes de visita con el instituto.



Un escuadrón femenino de los estudiantes insiste repetidamente para hacerse fotos conmigo. De vuelta en Aguas Calientes encuentro a Jens y Uli tomando una cerveza, me uno a ellos y me descubren que también han sido acosados fotográficamente. Deducimos que los altos, pálidos y rubios europeos ganamos aquí una belleza exótica.



Finalizo la jornada en las termas que dan nombre al pueblo. Me encuentro allí con dos parejas originarias de la piel de toro. Así, dos vascos, una galega y un asturiano, más su seguro servidor catalán nos apropiamos de una de las piscinas de agua caliente. Cuando al relax acuático se une un centroamericano y pregunta si somos todos españoles contestamos que sí, “de las provincias rebeldes”.

Aquella noche, mientras llevo a todos a comer en unos puestecitos que localicé cerca del río, los mosquitos se dan un festín en mis cansadas piernas y sus marcas tardarán semanas en desaparecer. La impresión de esta etapa del viaje no se desvanecerá nunca.