24 de diciembre de 2007

El Valle Sagrado

Entre el 3 y el 5 de diciembre me interno en el antiguo valle sagrado de los incas, que albergó el centro de su imperio y hoy acumula numerosos restos arqueológicos, el más impresionante de los cuales es la ciudadela de Machu Picchu, una visita simbólica que merecerá entrada aparte.



Parto al norte de Cusco. Viajan en el bus repleto otros dos europeos, Jens y Uli, de Hamburgo. El segundo aprendió español en Sevilla: “Lo bueno del acento andaluz es que lo puedes pronunciar igual borracho”, bromea. Comentamos el reciente accidente de un autocar de dos pisos que se salió de la carretera en una escarpada sierra. Los muertos no llegaron a la decena, lo que no es mal saldo para un vehículo de esas dimensiones. Tampoco era el primer accidente del mes.



Los alemanes siguen ruta mientras yo hago una primera parada en el pueblo de Chinchero y visito sus ruinas incas y antiguos edificios coloniales, incluyendo una iglesia, con frescos interiores impresionantemente bien conservados en el techo de madera. En teoría no pueden fotografiarse, pero tras pagar 40 soles de boleto turistico (con acceso a otras ruinas distantes que nunca visitaré), me saltó las reglas (salio oscura, claro).



Paseo bajo el sol de mediodía, único forastero en la localidad, junto a las casas de adobe. Un campesino me explica que las figuritas que adornan los tejados se colocan para bendecir la casa cuando es construida. Tres encantadoras niñas llegan corriendo para saludarme. Un niño se queda mirándome y yo lo fotografío. Curiosidad mutua.



Entro a comer en un parador frente a la carretera. Me han dicho que el menú cuesta 2,50 soles, pero las encargadas que pelan patatas a la entrada me aseguran que se ha acabado. Y un bistec cuesta 13 soles.



Les doy las gracias y anuncio que me voy al parador de enfrente. De repente vuelve a haber menú. Rica comida de campo, con algunas de esas verduras que yo no suelo comer, pero que dadas las circunstancias degusto igualmente (bueno, parte de ellas, ejem).




Paro el siguiente bus a Urubamba, centro del turísmo de aventura de la región. Soy el único rostro pálido. Me siento al fondo junto a una vieja quechua que dormita bajo su sombrero frente a las preciosas vistas: campos arados formando hermosas ondulaciones, campesinos que los trabajan, montes verdes y "nevados" como el Verónica en la cordillera de los Andes.



Desde Urubamba, ya oscuro, tomo el “colectivo”, una furgoneta con 16 personas más (algún niño y varios indios locales) hasta Ollantaytambo (Ollantay para los amigos), donde compró un bastón de trekking, tallado en una rama, pintado de negro y decorado con motivos incas. Lo agradeceré al día siguiente en la primera hora de ascenso al Machu Picchu, antes de perderlo también para siempre. Me acerco a la estación donde me reencuentro con los germanos entre los "travellers" que tomamos el tren “backpacker” (el “barato” de unos trenes que sólo se pagan en dólares con precios en consonancia). A mi lado se sienta un jovencísimo abogado español que ante la posibilidad de pasar años en un bufete picando piedra prefirió marcharse a Miami con la ayuda de una beca. Y aunque la localidad más cubana de EE UU le produce la misma sensación de decorado cartón piedra que a mí (cuando estuve hace años para entrevistar a Enrique Iglesias... jejeje), él aprovecha su excelente situación geográfica para realizar repetidos viajes por Sudamérica. Convencido como yo mismo de que merece la pena tomar riesgos en la vida, antes que estancarse en un anodino “lo de siempre”.



Llegamos a Aguas Calientes, el pueblo más cercano a Machu Picchu. Ante la multitud de ofertas de alojamiento, dejo que un adolescente quechua con gorra de béisbol (me recuerda a Tapón, el chino del segundo Indiana Jones) me lleve hasta su hostalucho barato. No necesitaré más.



A la vuelta de Machu Picchu hago buenas migas con una pareja brasileña y el hermano de él. Viven en una pequeña ciudad cercana a Sao Paulo donde regentan un estudio de tatuajes, y de vez en cuando viajan por Sudamérica acudiendo a encuentros de tatuadores. Intercambiamos señas y ofertas de alojamiento.

Llegados de nuevo a Ollantay no tengo prisa por marcharme, son las 7 de la mañana y me siento a tomar un mate de coca en un puestecillo callejero. Conmigo, los niños de un colegio y sus profesores que hoy viajan a las ruinas míticas. A la maestra que tengo al lado le hacen una foto con el que llaman su “novio”, es decir yo. Pido otra imagen con el grupo al completo.



Miro las ruinas del antiguo poblado desde el exterior del recinto y me traslado en un taxi, compartido primero con una familia y luego con una anciana, hasta Urubamba. Allí negocio la tarifa por llevarme a visitar dos asentamientos cercanos. De camino con el taxista, más joven que yo aunque no lo parezca, charlamos de la vida en Europa, de los costes de la vida, de la política exterior de EE UU y de los países que deben tener mayor poder armamentístico (un tema que le interesa). Llegamos a Moray, un conjunto de depresiones en el terreno que los incas aprovecharon para construir una serie de terrazas en forma de círculos concéntricos.



Jon, así se llama mi conductor, ejerce de guía y me explica curiosidades de la zona. Como sabía, los círculos formaban distintos microclimas donde se cultivaban hortalizas traídas de puntas distantes del antiguo imperio. Pero me descubre como al terminar la cosecha las gradas también se usaban al estilo romano para reuniones de la jerarquía inca y para celebraciones de comunión con la madre tierra.



Descubro los cuatro conjuntos de círculos cercanos y saltando de piedra en piedra acabo descendiendo unos 30 metros hasta el centro exacto del mayor de ellos (servidor es el puntito enmedio de la foto de encima). Aún es pronto y estoy solo allá abajo, miro al cielo y grito el nombre de Pachamama.



De camino bajamos con nosotros a una campesina que visitaba a la comunidad quechua a las afueras de Moray. Jamás ha viajado fuera del valle. Tras dejarla en el pueblo de adobe de Maras, nos perdemos por una carretera de tierra, entre pastos y montañas.



El taxista me explica que las siglas y números que veo tallados en algunas montañas los despojan de vegetación los niños cuando su colegio cumple el primer aniversario y por una noche los cubren de antorchas.



Comentando el sistema inca de terrazas cultivables, Jon teoriza, sin asomo de ironía, que fue una civilización que debió tener sorprendentes poderes, "hablaban a las piedras y les ordenaban que se movieran”. No encuentra otra explicación a su traslado hasta ciertos lugares. Opto por callarme y pienso en los escalones de piedra que llegan hasta la mismísima cima del Machu Picchu.



Llegamos a las salinas de Maras, otra apasionante obra de ingeniería inca, que aprovecha una fuente natural de agua salada con un intrincado sistema de regadío que llena centenares de bañeras excavadas en la tierra. Hace pocos meses, a pleno sol, brillaban inmaculadamente. Ahora cayó sobre ellas el primer aguacero de lluvia, según me ilustraba la campesina que recogimos, pero no han perdido su espectacularidad estética.



Me cruzo por segunda vez esta mañana con el mismo mochilero con sombrero de cowboy. Hablamos en inglés y al rato me entero de que es suizo. Nuestra amada Babel europea nos fuerza a entendernos con un idioma que no nos pertenece.

Aquí os dejo un video para que véais la inmensidad de las salinas de Maras. Al final aparecen Jon y un niño que extrae cuarzo de la montaña para venderlo a turistas en la carretera.



De nuevo en Urubamba, regreso a Cusco en un taxi colectivo junto a un matrimonio y su amigo de Cusco, todos de educada burguesía. Cuando a medio camino, sube un quinto pasajero al maletero, tan sólo ellos se sorprenden.